Alto Verde City

Historias

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Ya vendrán los tiempos en que cuente sobre el sistema del mate, las asambleas griegas en plena isla, las fiestas y las inundaciones terribles. Primero hay que decir que la Agrupación Vuelta del Paraguayo (AVP) es una dependencia, un brazo que hace ya más de un centenar de años funciona independientemente del Club de Regatas Santa Fe. Así también comenzaron las “tribus”, como se las estilaba llamar a esos pequeños emplazamientos sobre la vera de la laguna, que hacía las veces de Regatas Bis. Como en toda tribu, el que manda se llama “cacique”. Yo me acuerdo de dos: Pantera y Cangrejo. 

Además tienen nombres, pero yo no los sé. Pero hablábamos de la AVP. Para ir no había colectivos ni nada. Se iba en auto o caminando. Si hoy uno viaje hacia el Barrio El Pozo, Paraná o Rincón, encontrará pasando un poco la fuente de la Cordialidad un brazo de la laguna paralelo a la ruta: frente a lo que ahora es la ciudad universitaria, y separados por el río (aunque la miseria y el “aislamiento” también hacen de medianera) puede verse un hilo de ranchitos amontonados y un tinglado enorme con un cartel blanco que en letras rojas informa: Agrupación Vuelta del Paraguayo. En casa –y presumo que en todas las casas- se le decía simplemente la vuelta. Decía que se va en auto o caminando: hay que cruzar el puente que sustituía al Puente Colgante, cruzar el puente Palito, doblar por el camino de tierra y sumergirse hasta el fondo. Allá en el fondo vive Panguita, un gaucho borracho que parece salido de un dibujo de Juan Arancio. 

Más o menos por el medio del camino (que parece suspendido entre el bracito del río a un lado, y el estanque natural que se formó del otro lado) están los ranchos del Topo y la casa de Carita. Pero al final, muy al final está la vuelta, ahora con alambrado en todo el perímetro del terreno, no para impedir que pase la gente (¿o sí?) sino para que ya no entren las vacas a pastar en la cancha y dejen las bostas desparramadas. 

Antes había que pasar con la carretilla y la pala, juntar las bostas del césped y después tirarlas a un costado, para abonar el piso y que crezcan los arbolitos. Pero nos interesa la forma de llegar: se sabe que si uno camina hasta la vuelta, no llega nunca caminando: hay una hora del sábado en que se pica algo al mediodía y juntando el bolso con los botines y las vendas, los shores y alguna ropa para bañarse, se sale rápido para pasar una tarde con amigos, jugando al fútbol y tomando mate, tomando porrones o lizos, cuando las vacas eran gordas. 

La vuelta es un lugar en donde se cultiva el ejercicio de la amistad: si uno va caminando por el puente, no hace ni falta estar al acecho de que algún otro pase con su auto: cuando uno va en auto, lo que hace es fijarse si aquel que está allá va a la vuelta y se toca bocina y se para –si es necesario parar arriba del puente se para, qué mierda. Pero como todo queda en una isla, hay que estar atento al agua. Si el río está arriba de los 5 metros, el camino se corta y hay que cruzar en canoa. 

Para cruzar en canoa hay que esperar a que el número de personas sea algo mayor a 5 y menor a 9 ó 10. El tramo es corto, diría yo. Nos cruza siempre Luisito, un lugareño. Como el último tiene que empujar la canoa, que está trancada en la tierra fresca, casi siempre se embarra o directamente se moja el calzado. Su premio es ir sentado en el borde de la canoa, lo que le permite ir viendo toda la embarcación: cuando se dan vuelta los otros, este último toma una planta de camalote (que sobresale en el agua por su tallo largo) y la revolea por el aire: la raíz esponjosa que ha absorbido el agua pesa más y hace un ruido como a bombita de caranaval cuando impacta en la humanidad de otro viajero. 



Siempre se escucha el grito; ahí va ahí va ahí vaaaaaaaaa! Todos se ríen sin importar a quién le ha tocado que le peguen. Generalmente esta jodita la hacían el Cabezón o Pichín y circunstancialmente el Cangrejo. 

Se jugaba al fútbol en cualquier época del año, días de sol y de lluvia, en el invierno más crudo y en el verano más terrible. Prueba de esto es la mítica anécdota del verano en qué, cansados de sudar con las remeras, decidieron repartir los equipos de otra manera. Siempre se jugaba Equipo Amarillo contra Azul (o rojo y azul). 

Pero ese verano en que el calor era intenso y las ganas de jugar no menguaban, un visionario resolvió pedir al Club de Regatas los gorritos de waterpolo que usaban para entrenar. Así jugaron Blancos contra Rojos y en cueros. El chiste era hacerle acordar siempre al Cabezón que eran 21 jugadores y un papa

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